Ni estado, ni mercado, mas bien ciudadanía activa.

La realización personal, el logro del bienestar, la prosperidad y la satisfacción de las necesidades, son siempre elementos complejos de alcanzar, debido a que cada persona es en sí misma un universo y sus requerimientos varían con respecto a otros individuos.

He ahí el gran reto de las políticas públicas y de los políticos en el siglo XXI: proveer oportunidades en forma equitativa, abrir los espacios adecuados para que las personas alcancen sus objetivos de vida por sí mismas.

Pero sobre todo, las buenas políticas deben evitar coartar las libertades individuales mediante impuestos o reglas confiscatorias que, aunque puedan ser promovidos por las mejores intenciones, siempre, y subrayo, SIEMPRE terminan por causar infelicidad y frustración a la sociedad que buscan beneficiar.

Lástima que en nuestro país, el concepto de “políticas públicas” se ha reducido siempre a un conjunto de acciones aisladas, desordenadas y casi siempre improvisadas que una administración u otra ejercen durante su mandato, como si no hubiese nada antes y no haya posibilidades después.

Durante los años 70, los militares pretendieron aislarnos del contexto bélico que primaba en Centroamérica, mediante el ejercicio de la planificación indicativa de los sectores económicos, la reforma agraria y el desarrollo industrial, mediante la “sustitución de importaciones”.

Pero la falta de democracia provocó la acumulación de poder de la élite castrense y sus allegados, lo que se tradujo en mayor desigualdad, pobreza y el surgimiento de vastos capitales, producto de la corrupción y el desorden.

Los 80 fueron la primera “década perdida” en todos los sentidos: la entrada de dólares para financiar la “contra” nicaragüense, la persecución de jóvenes generada por la “doctrina de seguridad nacional”, la irrupción de un liderazgo político endeble y poco preparado y la incertidumbre causada por la intensidad de la guerra en los países vecinos, no hicieron más que empeorar la situación heredada de los militares.

Con la caída del “Muro de Berlín” y el fin de la guerra centroamericana, retornaron las esperanzas de crecimiento económico y desarrollo, basadas en un proceso de liberalización e integración a la economía mundial.

Se inició un proceso de modernización de las instituciones, de desmilitarización de la sociedad y de mayor consenso a través de formas innovadoras de diálogo, como el Foro para la Concertación y el Consejo Nacional de Convergencia (CONACON) después transformado en FONAC.

El balance de la década no fue el peor de la historia, la pobreza se redujo en un punto por año (muy insuficiente pero ya era un avance), parecía haber más paz y confianza ciudadana, pero creció en la percepción de que la élite castrense había sido sustituida por la de los políticos, sobre todo en el afán de enriquecimiento y las prácticas de corrupción a gran escala.

Un huracán, seis tormentas tropicales de gran magnitud, el deterioro de la infraestructura vial y la ralentización de resultados en la política social, pese a la Estrategia Para la Reducción de la Pobreza, el alivio de la deuda externa y un plan maestro para hacer menos vulnerable al país, fueron la patente de Corzo en la primera década del nuevo siglo que cerraría para colmo de males con un golpe de estado, producto de una crisis institucional sin precedentes.

Y de allí para acá, todo pareciera deteriorarse. El ingreso de armas sin control iniciada con la “contra” en los 80, la impunidad ante la violencia y la corrupción, la desintegración familiar provocada por las migraciones, la cooptación de las instituciones políticas por el narcotráfico y la falta de coherencia política tienen al país sumido en la desesperanza.

Tal parece que en Honduras, ni el mercado ni el Estado en cualquiera de sus mixturas han servido para avanzar. Lo peor de todo, es que nos hemos dado el lujo de despreciar a ambos y hemos optado sistemáticamente por la improvisación y el desorden que solo sirven para abrir las puertas a las corrupción.

No va quedando más que apostar a una ciudadanía activa, es decir, a entregar de una vez el control a quienes deberían tenerlo: los beneficiarios. Pareciera que las condiciones están dadas. Debemos seguir hablando de este tema cuanto antes.

Economista y sociólogo, vicerrector de la UNAH y exministro de Planifi cación y Cooperación Externa.
Julio Raudales