El pasado sábado, la policía de Miami desalojó finalmente este campamento en horas de la madrugada.
Ahora, los «depredadores sexuales», fueron desplazado a una zona bajo un puente, no muy lejos de donde se encontraban. Antes del desalojo, estuvimos allí y esto fue lo que vimos.
Luis Concepción mira para todos lados, fuma una y otra vez y mueve el cigarrillo con cierto nerviosismo entre sus dedos.
Dice que está preocupado. El dispositivo de ubicación satelital del grillete electrónico que lleva hace más de tres años se está quedando sin batería.
Si se apaga, le sonará una alerta a la policía y podrían interpretarlo como una violación a la ley.
Cada barra de carga menos es una posibilidad de volver a la cárcel, donde ya pasó ocho años acusado de abusar de su ahijada, una menor de 7, sobrina de quien entonces era su esposa.
Pero allí, en la esquina de una calle en el norte de Miami donde vive, debajo de una carpa, entre latas de conserva, envases vacíos y desechos, no tiene cómo conectarlo ahora.
«Entre todos compramos un generador para por las noches, pero ahora por la mañana un muchacho que también está aquí se lo llevó porque lo necesita», dice, mientras fuma y espanta las moscas que se le posan insistentemente en la cara.
Con «todos» Concepción se refiere a los más de 270 «agresores sexuales» que viven «oficialmente» allí, en un asentamiento improvisado con lonas, pedazos de madera, muebles viejos y otros trastos que les han donado o que han encontrado en la basura.
Muchos viven en tiendas de campaña, donde acumulan sus pocas pertenencias. Unos pocos tienen carros o casas móviles, en los que se desplazan durante el día, aunque en la noche deben regresar aquí.
Otros duermen a la intemperie, sobre tablas o colchonetas, y guardan sus cosas en maletas viejas o carritos de supermercado.
La mayoría de ellos estuvieron presos por abuso sexual de menores.
Los delitos van desde ver pornografía infantil o tener relaciones con una novia menor de edad, hasta desnudarse delante de niños, tocarlos de forma lasciva o violarlos.
Todos ya cumplieron sus condenas.
Pero las leyes de Miami, las más estrictas en este sentido en Estados Unidos, establecen que las personas juzgadas por abuso de menores, aunque hayan cumplido sus sentencias, no pueden residir, de por vida, a menos de 600 metros de una escuela, área de juego, jardín infantil, parque o parada de autobús escolar.
«Después de que salen de prisión, que terminan su etapa probatoria, que cumplen con todo lo que se supone que deben cumplir, se encuentran con estas excesivas restricciones que los deja prácticamente sin lugares para vivir. Y lo más lamentable es que este delito los sigue para el resto de sus vidas«, explica Nancy Abudu, directora legal de la Asociación para las Libertades Civiles (ACLU) en Florida.
La medida, tomada tras el dramático caso de una menor que fue violada y quemada viva en 2005, convierte a la ciudad en un sitio prácticamente inhabitable para ellos.
Muy pocos lugares cumplen con los requisitos, y las opciones se reducen al Aeropuerto Internacional de Miami, los Everglades, un pantano infestado de cocodrilos que cubre gran parte del estado, y algunos pocos lugares alejados de todo, como estas calles de una zona industrial en la ciudad de Hialeah, en el norte de Miami.
Pero ahora su estancia allí está también en riesgo.
El Departamento de Sanidad de la ciudad dictaminó el mes pasado que las condiciones de salubridad en las carpas constituyen un riesgo para la salud pública y que el campamento, considerado uno de los mayores de su tipo en Estados Unidos, debe ser desalojado.
El caso llegó incluso a las cortes esta semana, pero la decisión se mantuvo.
Las normas del estado disponen además que está prohibido pernoctar en las calles, aunque dados los altos precios de la renta en Miami, uno de los lugares más caros de Estados Unidos, el centro de la ciudad se vuelve en las noches el dormitorio de cientos de personas sin hogar.
Ahora, la incertidumbre revuela como una nube densa sobre el campamento de Hialeah: nadie parece tener idea de a dónde podrán ir estas personas y las autoridades carecen de soluciones para ofrecerles.
Llega la noche
En la noche, el campamento vacío de la mañana se llena de sombras que se mueven entre las carpas.
La mayoría de las tiendas de campaña están a oscuras. En algunas, se ve un poco de luz.
Algunos de sus residentes hablan, beben y fuman en las esquinas. Huele a orines y a marihuana.
Azari González, que fue condenado a los 18 años por violar a una menor de 12, dice que ahora hay más personas en el campamento, porque los que tienen casa o carros vienen solo a pasar la noche.
La mayoría de los que no estaban en la mañana, están ahora en sus camionetas y otros vehículos. A algunos los acompañan unas mujeres.
Cerca, cargando su teléfono con un generador en la carpa de Luis Concepción, está otro joven. Tiene puestos audífonos y mira videos de mujeres desnudas. Está ajeno a todo, incluso a quienes están a su alrededor.
Llegó el día anterior de vuelta al campamento. No habla mucho.
El anciano lo mira y dice que se pasa el día así, viendo «esas cosas» en el teléfono. Cuenta que lo apresaron por mirar pornografía infantil. Reincidió hace poco y volvió a la cárcel.
Luis cambia de tema y cuenta que finalmente pudo cargar su «GPS» con el pequeño generador que ahora usan los demás para sus celulares.
Cuenta que ya en la tarde fueron notificados de que el campamento será finalmente desalojado.
No sabe a dónde les dirán que se vayan.
Pero dice que, de cualquier forma, él no se puede mover para ningún lado, que no le importa para dónde lo manden, que él ya no tiene motivos para vivir.
Fuente BBC Mundo.
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