La excepción a la regla
Conducía por la avenida La Paz en dirección oriente e hice un alto obligado ante
un semáforo que cambió a luz amarilla en el desvío al barrio La Reforma.
Yo circulaba por el carril de la derecha previendo que, varias cuadras arriba,
debería girar en esa misma dirección. Atento a las condiciones del tráfico me
percaté de que mi decisión de detener la marcha había incomodado al vehículo
que se conducía tras de mí, pues empezó a sonar su claxon con insistencia. Por el
retrovisor, vi que el carro era un taxi y que su timonel vociferaba groserías en mi
contra (…).
No tengo nada contra los taxis ni contra sus conductores. Nos prestan invaluable
servicio y quienes los conducen son, en su mayoría, afanados paterfamilias que
laboran en horarios extenuantes, con casi nulo descanso y ninguna prestación
social. Con el paso de los años he llegado a conocer a muchos de ellos,
convirtiéndose varios en amigos a quienes confío -casi a ojos ciegos- mi
movilización y el de mis seres más queridos en condiciones seguras. No les llamo
taxistas, ruleteros o -como solía hacerlo la generación de mis padres- “trenteros”
(alguna vez costó treinta centavos que hicieran la ruta). Yo no cobro un precio
por conducir mi carro, mientras que ellos sí lo hacen: he ahí la única diferencia
entre nosotros.
(…) El semáforo seguía en rojo, pero percibía la impaciencia de quien aguardaba
fila a mi espalda. Se escuchaba como aceleraba el motor, cual toro que bufa antes
de una embestida. Apenas cambió la lámpara a verde, avancé unos metros que
fueron suficientes para que el impetuoso vecino me rebasara con una maniobra
temeraria para ubicarse frente a mí, luego de lo cual prosiguió en un avance
pausado y provocador que se volvía nulo cuando encontraba a alguien de pie en
la banqueta. Cada vez que detuvo la marcha, tuve que hacer lo mismo con él. Era
notorio que buscaba cliente y yo tendría que “acompañarle” en su faenar (…)
He compartido varias historias de taxis en este espacio. Desde episodios
imperdibles confiados por un conductor -después de 15 minutos de agobio en
tráfico atroz- hasta anécdotas vividas en otras latitudes, en las que un chauffeur
te explica desde menudencias de la política local hasta donde se puede encontrar
sórdida diversión para sobrevivir noches de hastío. Para compensar sus detalles,
me gusta contarles el rol jugado por los taxis en la batalla del Marne de
septiembre de 1914, a inicios de la primera guerra mundial, cuando más de 600 unidades de alquiler llevaron más de 6 mil reservistas al frente de batalla (de más
está describir cómo reaccionan, henchidos de orgullo).
(…) Contrario a lo que hacen muchos en mi posición, guardé la compostura y mi
distancia, que fue suficiente para apreciar que algunos metros más adelante, otro
taxi se detuvo de improviso para recoger un cliente, sin darle posibilidad a mi
némesis de evitar la colisión. Testigo privilegiado del accidente, giré a mi
izquierda para pasar de largo. Confieso que deseé hacerle un guiño al malhadado
conductor, pero ello solo hubiera agregado más inri a sus cuitas (…)
No tengo nada contra los taxis ni contra sus conductores, aunque toda regla tiene
su excepción.