La época de las tinieblas
Cuando el reloj de Comayagua soltó sus dulces campanadas el 31 de diciembre de 1999, la mayoría de los corazones hondureños crisparon su alegría en la esperanza de una nueva era. Aunque la ciencia numérica demuestra que el tercer milenio empezaba en realidad un año después, para la humanidad entera, el arribo del 2000 tenía un significado mágico, lúdico, esperanzador. Todos queríamos cambiar de vida, dejar atrás la pesadilla del huracán Mitch, las promesas incumplidas de los políticos, ¡en fin! nuestras discrepancias y odios.
¿Quién iba a decirnos en aquel entonces que, a menos de una veintena de años, nuestro país caería envuelto en la vorágine, el despotismo, el odio y la desventura?
La tragedia inició en 2009, justo una década después la llegada del milenio, exhibidos internacionalmente como parias del mundo, debió quedarnos claro que lo único que podíamos hacer para retomar la senda del desarrollo era respetar las leyes, garantizar el Estado de Derecho. Pero no aprendimos la lección.
Hoy, a ocho años de aquella vergonzosa experiencia, surge de nuevo la pesadilla de la división y la explosión de los problemas subyacentes. ¿De qué sirvió el enorme sacrificio que la gente de a pie hizo para equilibrar las variables macroeconómicas?
El ajuste fiscal draconiano realizado en enero de 2014 significó una caída importante en el ingreso disponible de la gente. Cifras oficiales indican que los requerimientos para un gasto público equilibrado del gobierno aumentaron por encima de la inflación promedio de los 5 últimos años, la deuda interna de ha multiplicado por 10 en la última década, la tasa de interés no disminuyó en los niveles que requiere una inversión robusta y el 60.1% de incidencia de pobreza en los hogares, son una muestra clara de que el gasto social ha sido ineficaz desde 2000 para cumplir sus objetivos.
Si los sempiternos políticos que han gobernado el país no pueden ofrecer medidas que muestren resultados consecuentes con las aspiraciones de la gente, no debería extrañarnos la explosión social que vemos ahora. Si a esto sumamos el desinterés por cumplir las leyes y la falta de compromiso con el Estado de Derecho, deberíamos saber que la respuesta social violenta que hemos visto en las últimas semanas es solo un resultado de sus desmanes.
De poco servirá que se hagan esfuerzos por atraer inversión al país si no podemos llegar a un acuerdo sobre cómo convivir internamente. Nadie vendrá a colocar su dinero si no tiene la seguridad de que las reglas son respetadas, tanto para quienes viven acá como para los que vengan de afuera. Es una ley casi natural, quizá la más importante de la economía.
Por ahora será necesario solventar de manera efectiva la crisis en que estamos sumidos, pero no debemos quedarnos allí. Si los políticos no hacen algo rápido y creíble para demostrar a la ciudadanía su disposición a jugar limpiamente, la era de las tinieblas no acabará pronto y nuestro país se irá africanizando año a año, hasta volver a ser un paria mundial, como ensayamos en 2009.
Cada vez es más evidente el nexo entre democracia y buena economía si es que se quiere avanzar en este mundo tan competitivo. Pero ambas, democracia y mercado deben caminar de la mano, con orden y seriedad. La una, propiciando espacios para la participación efectiva y la buena información de cada individuo en la sociedad, el otro, abriendo oportunidades para el beneficio de todos, de acuerdo con sus competencias y deseos de superación. La zancadilla y la triquiñuela solo profundizarán la división y el desorden.
Ojalá y de una vez, la amarga experiencia que estamos viviendo nos ayude a encontrar el camino franco al desarrollo. Un querido amigo ya fallecido me decía hace algún tiempo, que a cada sociedad le llega su momento y que Honduras no será la excepción, solo tenemos que cambiar nuestra actitud en general, pero sobre todo, la de aquellos que buscan gobernarnos. Es a ellos a quienes hay que reclamar un juego limpio, de otra forma, seguiremos en la oscuridad.
Por Julio Raudales
Economista y sociólogo, vicerrector de la UNAH y exministro de Planificación y Cooperación Externa.
Por Julio Raudales